Analizamos el regreso del clásico
Es tremendamente curioso lo que acaba de suceder con Wolfenstein: The New Order. Nos encontramos con un juego que es la cuarta entrega de un título antiquísimo. El reconocido como primer First Person Shooter de la historia de los videojuegos, ni más, ni menos.
Un título que tuvo una secuela algo digna a comienzos de siglo y, bueno, una no tan digna hace unos 4 años. Y, date aquí que nos encontramos, a estas alturas, con la cuarta entrega. ¿Qué se puede esperar uno de un nuevo capítulo con semejante historial? ¿Qué se puede esperar cualquier aficionado de un título que sale después de más de diez años de la última vez que alguien hizo algo digno con ese título.
Ni la experiencia y buen hacer de Bethesda hacían pensar que de aquel trabajo iba a salir algo bueno. Y, poco a poco, fuimos despertando del letargo y viendo que, como mínimo, lo que se estaba cocinando, tenía pinta de poder saber bien.
El resultado de este trabajo realizado por MachineGames, un nuevo estudio formado por exampleados de StarBreeze Studios, creadores de los videojuegos de Riddick y del último intento de revitalizar la serie Syndicate, es realmente notable. Vamos a ir por partes.
La historia está muy bien introducida. De hecho, utiliza trucos puramente cinematográficos para introducir las partes jugables. Nos coloca en situación, nos narra y nos empuja a seguir, porque entendemos lo que sucede y las motivaciones de todos los que nos rodean. Para los que no sepan qué sucede, el juego comienza a finales de la II Guerra Mundial tal y como la conocemos (bueno, pero con más robtos gigantes). Después del prólogo, en el que acabamos herido, pasaremos 14 años ingresados en un sanatorio mental, en estado vegetativo. Entre sueños, veremos cómo los nazis se llevan enfermos, para asesinarlos. Hasta que un día los nazis deciden clausurar el hospital en el que nos encontramos, mantando también a los profesionales que han pasado todos estos años cuidándonos. En ese momento, Blazkowicz despertará de su letargo y comenzará la que es, realmente, su historia de venganza contra todo el ejército nazi. Y todo en los años 60 en los que todo está cubierto por la esvástica.
Por otro lado, técnicamente es bastante talentoso también. Supera a algunos otros títulos intergeneracionales, con efectos de luz, con movimientos de partículas y, sobre todo, con expresiones faciales de algunos de los personajes que nos encontraremos por nuestro camino.
El sonido, un poco de cal y otro de canto: tenemos una banda sonora magnífica, también audio original en alemán para los soldados enemigos. Pero en muchas ocasiones, el doblaje no está a la altura de las circunstancias: interpretaciones poco motivadas, descompensación labial. Pero, como decimos, el apartado queda en sobresaliente, porque la música es de lo mejor que hemos visto.
Y ahora vamos a los que realmente son los puntos más importantes del juego: el juego en sí, la atmósfera y, sobre todo y ante todo, el personaje protagonista.
Muchos de los elementos anteriores hacen que la sensación de juego sea completamente diferente a lo que hemos visto en los últimos tiempos en el género. La mezcla de conceptos que genera la inclusión de autoregeneración de vida, sumado a la necesidad de botiquines y blindaje, por ejemplo, son la clara muestra de lo que tenemos delante: una muy pensada y equilibrada mezcla del Wolfenstein original, con el mundo Call of Duty. El juego no es un paseo en el que salir corriendo, disparando como un loco, escondiéndote detrás de un muro, cargando la vida y volviendo a empezar. Aquí la estrategia tiene que ser algo más parecido a la de un Halo, sobre todo de la primera hornada, en la que tienes potencial para llevarte a medio ejército de enemigos por delante, pero tienes que cuidar mucho tus recursos. Por otro lado, tienes munición por todas partes, cada enemigo la suelta. Pero siempre en base a las balas que hayan gastado. Hay veces que de un botín puedes sacar 8 ó 9 balas. Y, te aseguramos, que en un juego como Wolfenstein: The Order, vas a necesitar más. Sobre todo cuando te encuentres con uno de los final boss que encuentres por el camino (otro elemento rescatado de los 90). Robots gigantes en casi todos los casos, a los que no podrás atacar sólo con un cuchillo, el único arma que no te dejará tirado en ningún momento.
El desarrollo del juego se mueve de forma natural entre fases de infiltración con otras más de escaramuza, lo que hace que la experiencia sea bastante variada. Tal vez, sólo tal vez, se hayan utilizado demasiados momentos scriptados, algunos incluso repetidos, en los que al llegar a algún lugar en concreto, por ejemplo, aparece uno de los perros robots de los nazis, persiguiéndote si no realizas la huid pertinente. Ese es el punto en el que más coincide en espíritu con la generación Call of Duty, aunque no es algo demasiado excesivo, ni siquiera molesto.
Respecto a la atmósfera, todo, absolutamente todo, está empapado de ella. Todos recordamos el primer juego de la serie: una historia alocada en la que tenías que matar nazis en un castillo infinito, hasta llegar al mismísimo Hitler. Nada más.
La segunda entrega calbalgaba entre géneros sin demasiado concierto: ahora estabas en unas pirámides perseguido por una especie de zombis, ahora volvías al castillo, ahora volvían los zombis, ahora tenías que parar un ataque alemán. No parecía encontrarse ningún concierto en todo el juego. La tercera entrega, en fin, nos la vamos a saltar, porque no merece la pena hurgar en heridas no tan curadas… Sin embargo, el nuevo juego de la serie nos ofrece un espíritu completamente diferente. Aquí tenemos un hilo conductor único, y un espíritu común. Blazkowicz ha pasado 14 años en una especie de coma, ha vivido mucho, muchas situaciones dramáticas (para empezar, la que nos harán pasar en el magnífico prólogo) y, cuando despierta, ve cómo los suyos han perdido, sus amigos seguramente estén muertos, sus ideales se han ido por el retrete. Todo ello hace que el aire que se respire no sea, como aparentaba desde el comienzo, un juego divertido y alocado, con la chispa Tarantiniana… Es más un juego triste, gris, desesperanzado. No comienzas a jugar pensando que vas a vivir una epopeya y a salvar a toda la humanidad. Lo ves como una historia más intimista, en la que unos pocos luchadores creen en un objetivo, pero tú sabes que no lo van a conseguir. Y eso, cuando tú manejas a uno de ellos, es duro.
Y eso nos lleva al último punto, al más importante y vital de toda la experiencia: el personaje.
En mi vida he conseguido empatizar con pocos, muy pocos personajes de videojuegos. Te gustan, algunos los entiendes, pero empatizar, con pocos. Son una especia de envases en los que nos metemos y tenemos que crear nosotros su forma de pensar. Y, al hacerlo, normalmente, ni hablan, ni actúan, ni nos permiten que lleguemos a conocerlos.
Puedo recordar haber sentido qué pensaba Big Boss al final de Metal Gear Solid 3, estuve a punto de deprimirme por la triste historia de Marston en Red Dead Redemption, llegué a entender qué le sucedió en el pasado a Booker DeWitt… Y nunca pensé que alguien como B.J. Blazkowicz fuese a pertenecer a este selecto club. Hasta la fecha era un tipo duro que ponía caras raras en el cuadro de la vida del personaje. Poco más. En el juego que vemos ahora es un tipo con sentimientos, afectado, dañado, roto, capaz de enamorarse, pero un luchador fiero y mortal que no se aplacaría por nada para acabar con los nazis. Como digo, ese personaje, mezclado con una atmósfera intimista y poco dada a las alegrías, hace que sintamos más afecto por lo que nos están contando, por los personajes y por su situación. Y, por lo tanto, más pena por lo que viven.
Es un juego intimista y perfectamente escrito, mimado como pocos, en el que te pasas el día explotando nazis (en muchos casos, literalmente) y clavándoles cuchillos en la cabeza. Una mezcla de sabores a la que difícilmente se le puede poner una pega.